
-Dale mamerto, un poco más de puntería y ya está.
Sus palabras no siempre son bienvenidas. Pocas vecen funcionan. Sobre todo, cuando se trata de un remate que, en vez se exigir al arquero, le provocó una contusión al juez de línea. Ningún jugador quiere escucharlo. No hay secretos, cada vez que esa voz se acerca, obliga a una inmediata autocrítica.
-Quedate tranquilo, le puede pasar a cualquiera. Ponete hielo y bancá al equipo desde afuera.
Es cierto, sólo los elegidos están exentos de enfadarse con un tirón en el aductor. Pero cuando se trata de un desgarro de veinte milímetros en la entrada en calor, es inevitable no pensar que la mala suerte deambula por algún sector del terreno. Querido u odiado, el orfebre de los halagos es un ser respetado. Porque en el peor momento, donde todos disparan miradas de odio, él se acerca para una palmadita en la espalda.
Promoción. Penal. Último minuto. El objetivo: no descender a las profundidades de la C. El ejecutor se para delante de la pelota y estrella las ilusiones del equipo contra el travesaño. Un nuevo fracaso para el Deuchebank, otro más. Por suerte ahí viene el orfebre.
-Hijo de puta, no te la puedo creer. Qué hijo de puta, no tenés vergüenza ¿Viste lo que hiciste? Contestame boludo. Y mirame a la cara cuando te hablo o ahora resulta que te hiciste maricón. Andate bien lejos hijo de puta. Acá no queremos perdedores.
1 comentario:
Trístemente el orfebre no se da cuenta que no hay solo un perdedor. Desde que uno decide jugar en equipo, todos se convierten en ganadores o perdedores, eso pasa en cualquier ámbito de la vida.
Muy lindo relato, transmite todas las emociones, lástima, compasión y finalmente bronca.
Saludos y felicitaciones.-
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